Casi se traga el
chicle. No solo eso. Le saltaron las lágrimas, mas que por el
ahogamiento por su onda desilusión. Su corazón se había roto. Y
eso era tan grave como podía sonar para una niña de 17 años. Allá
estaba el objeto de su deseo rodeado de los demás chicos populares
del barrio privado. Su piel era el mármol de la adolescencia, sus
rasgos, de niño.
– ¿Estás segura? –
Deseaba... no. Mas bien necesitaba, en aquel momento, cualquier signo
de duda de su amiga. Aunque sea un pequeño gesto que le diera
alguna esperanza. La mas mínima dubitación seria una gota de agua
en el infierno, pero se conformaba con ello. Así de serio era para
ella.
– Si – sentenció
– aunque, por la expresión de sus ojos sintió haberla ejecutado
sin piedad luego de haber lanzado la respuesta.
Treinta y nueve años
parecía en aquel momento una edad enorme para la adolescente,
inalcanzable. ¿Cómo haría ella para interesarle a un hombre que ya
había vivido, según ella, según lo que le decía su cabeza,
“todo”?. Y por cierto, ¿como podía ser que tuviera esa edad y
aun conservara esa cara?
Por injusto que
pareciera su padre no aceptaría que el niño maravilla del que le
hablara su hija, perdidamente enamorada, fuera, en realidad, un
“señor” maravilla. Eso aun si ella pudiera pasar por alto el
hecho y aun mas: si lograba interesarlo en ella.
Tenia la costumbre de
mirar el suelo con la mano colgando desde el borde de su cama las
noches que se encontraba contrariada. Esa noche, por supuesto, no
pudo dormir. Dejó un pequeño charco de lágrimas junto a sus
pantuflas rosas que tenían la forma de dos gatitos. Y cuando se
disipó un poco la niebla de sus lágrimas y las vió se sintió tan
ridícula que largó otra andanada de llanto silencioso.
Al otro día ya había
decidido que no le importaba la edad. Iba a hacer lo que sea para
estar con él. Lo había soñado cada noche los pasados dos meses
desde que lo vio. Cada noche se le aparecía desnudo en su cuarto,
con el cuerpo perfecto que ella le viera una tarde en la piscina. Los
detalles de los sueños se le hacían borrosos pero de lo que si
estaba segura era de que en ese mundo onírico él la amaba. Y ella
se encargaría de que eso se hiciera realidad.
Por la tarde volvían
con su familia de la iglesia. El estaba en su patio tomando algo de
sol sobre su piel blanca y brillante. No pudo dejar de clavarle los
ojos verdes al joven y por un segundo el también la miro y ella
podría haber jurado que hasta le sonrió con complicidad. Entonces
recordó que estaba enamorada de alguien con quien nunca había
hablado. Entonces, ¿por qué esa sonrisa? Aquellos encuentros
nocturnos eran un sueño ¿verdad? ¡Claro! Ella no tiene un castillo
y jamas duerme sin ropa. Estaba casi segura. Casi.
Pero esa misma noche se
decidió a pasar a la acción. Haría de su sueño una realidad y
sorprendería a su amor. Se puso la ropa mas provocativa que
encontró. Si es que eso podía llamarse ropa. Y se coló hasta su
patio. Esperó a que apareciera y no pudiera evitar caer rendido a
sus pies. Y apareció. La miró sin una pizca de sorpresa.
– ¿Que haces aquí,
niña? – “Niña”. Esa única palabra la confundió
completamente. ¿Era un nombre amoroso que el le diría a su pareja?
¿O realmente la veía como una niña? – ¿Pasó algo en tu casa?
¿Necesitas ayuda? Estás en pijama…
Sintiéndose
completamente humillada e ignorada habló con el joven con un hilo de
voz mientras se retiraba por el mismo lugar que había entrado
diciéndole: “No, no es nada...”.
Llegó a su casa solo
para llorar por otra noche completa. A la mañana siguiente se fingió
enferma para quedarse en casa e investigar. “Cómo atrapar a un
soltero”, “10 cosas que no debes hacer delante de un hombre”,
“Pensamiento masculino para principiantes”. Todo libro que
hubiera leído su tía solterona de 50 años eran útiles para
dilucidar como debía comportarse a fin de que el la considerara una
mujer en vez de una niña.
Comenzó a vestirse
más y a provocar menos. Colores mas clásicos reemplazaron al rosa y
el celeste que le daban un aspecto casi bréfido. Dejó de ponerse
brillo labial para pasar a tonos claros pero maduros de rouge.
Cuando finalmente pudo
decir que el se había percatado de su existencia se acercó casi
inocentemente en un asado vecinal.
– ¿Te acordás de
la otra noche? – fue algo inesperado para ella que el recordara
esa noche. Pensó que tendría la oportunidad de empezar de cero.
Pero ante la inexpresividad de la chica presa de la sorpresa el
prosiguió – que lastima que ya no te vestís así. Es lindo
encontrarse algo tan lindo inesperadamente.
Ella creyó entender
lo que le quería decir. Por eso se fue sonriéndole, caminando hacia
atrás como la niña que realmente era. Al fin llegó la tan ansiada
noche para ella: esa noche. En la que se volvió a vestir con
aquellas pequeñas prendas de adolescente y se deslizó a la casa de
su amado. El la esperaba en la misma reposera en la que ella
pretendió sorprenderlo la ultima vez. Se acercó contoneando lo mas
que pudo hasta estar casi encima de el. En ese momento los ojos de el
empezaron a mostrar una pupilas verticales propias de una serpiente
en un iris rojo como el color de la rosa que tenia en la mano para
ella. Se sorprendió de no estar aterrada cuando el se paró para
entregarle la flor. Pero tampoco podía moverse. Un temblor sacudió
la tierra mientras un poste se erguía detrás de ella. Garras largas
de cristal fueron mostradas desde los dedos de su amor quien la tomó
de la cadera con una sola mano como quien toma una maleta y la
coloco a lo largo del poste para clavarle manos y pies a este con
esos trozos traslucidos que salían de sus manos. Las quebraba para
dejarlas empotradas en el mástil y volvían a crecer, persistentes
como la muerte. Así quedó fija y el arrancó el poste de piedra y
se lo puso al hombro para llevarla por la escalera oscura que ahora
ocupaba el lugar de su piscina. La llevó por enormes corredores
espaciosos como iglesias enteras con antorchas que mas que luz,
parecían contribuir solo con humo al ambiente. Y ojos rojos mirando
desde la oscuridad. Tantos ojos rojos como debiera tener el infierno
si existiera. Lejos se adivinaba una reunión mas iluminada. Una
eternidad de segundos en los que ella le miraba a los angelicales
rasgos buscando una pizca de compasión para con ella, fueron
necesarios para llegar. Hasta que arribaron y el clavó nuevamente el
poste en el suelo.
– Aquí viene mi
preferido.
– Su Majestad...
– Veo que traes un
regalo.
“Su Majestad” era
un enorme hombre que estaba sentado en un trono de mármol. Su
belleza era innegable, mas también oscura. Piel del mismo color
blanco que el de su propio trono, ojos rojos enmarcados por largas
pestañas renegridas y arqueadas, perfección en cada detalle de su
cuerpo y rizos dorados que hacían palidecer cualquier comparación
con el oro. Debajo de sus manos garras de cristal terminaban sus
dedos.
– Es un poco vieja
para sacarle la vida.
– Fíjese bien, Su
Majestad, es una longeva. Podría vivir 120 años.
El precioso monstruo se
dio vuelta a murmurar con una de las cortesanas que constantemente le
masajeaban los brazos.
– Con ojos como esos
podrías ser rey de los íncubos, Raijin. Tu habilidad es asombrosa.
Incluso yo me siento ridículo ante ti. Ya te dije que el puesto es
tuyo si lo quieres. Yo me quiero retirar. Bien, en todo caso uno, de
mis súcubos puede tomar sus años.
Ella por alguna razón
ya no tenia ánimos ni para llorar pero igual intentó defender su
amor aún ardiente a pesar de la aterradora situación:
– A mi no me importa
lo que seas. Yo no voy a decir nada solo quiero estar con vos. ¡Por
favor no dejes que me lleven! ¡Te amo!
Estalló una carcajada
colectiva que casi tira a todos al piso. Su “amor” su reía
mirándola a los ojos con total desdén.
– ¡Por supuesto que
me amas! Jajaja. ¿Para que otra cosa entré a tus sueños?
Al lado del trono hay
una piscina en forma de tazón en el que flotan vivas chicas que
parecen catatónicas. Reconoce a aquella que Su Majestad se lleva a
la boca, su amiga. La muerde por la mitad mientras la mira a ella
fijamente a los ojos.
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