Caen ya fríos y sin haber
peleado. Gritan con terror helado frente a la muerte a traición.
Arriba del risco sus ejecutores preparan de nuevo sus arcos,
inmutables como el granito, parecen nunca haber sentido terror en sus
días. “Fuego” vociferan los capitanes. Abajo todo es angustia y
destrucción. Se levantan sus últimos alientos como la neblina que
se alza al unisono del canto del invierno. Ojos que no han vivido,
escudos que no han probado la batalla, ahora se desparraman,
perforados. “Fuego”, una vez mas. Son diezmados con un ultimo
silbido de los proyectiles. Luego, no hay festejo, ni grito de
victoria. La bruma termina de cubrir a los que han sucumbido y el
general levanta su mano. Ya está satisfecho de sangre. Le rechazan
sus mismas entrañas la idea de derramar una sola gota mas. Por eso
baja la cabeza y ordena la retirada.
Pero desde la retaguardia de
los caídos proviene una silueta totalmente sombría, solo
interrumpida por esos brillantes ojos amarillos. La niebla se
arremolina a su alrededor y ahora los vencedores deben mirar. Se
quedan petrificados, alienados, viendo a un solo hombre salir de
entre los cuerpos martirizados. Su escudo muestra cinco flechas
incrustadas. Pero no son las saetas romanas. No. Son tan antiguas que
su madera se transformó en piedra hace eras. Una creciente certeza
empieza a brotar de los corazones antes sosegados. “Libra”
susurra un soldado tembloroso. Susurra como a oídos de toda la
legión. Pero de susurro pasa a pregón, de soldado en soldado.
“¡Libra, Libra!”.
– Libra no existe,
soldados. Es solo un impostor explotando los miedos y supersticiones.
Pero no lo hará por mucho mas tiempo. ¡Carguen!
– Señor. Lleva el Escudo
de Justificación... - El soldado cree conocer la verdad pero su
general no lo oye.
– ¡Fuego!
Esas flechas perforadoras
son el arma secreta de esta legión. Hasta los propios escudos
romanos pueden ser traspasados tres de diez veces por esas puntas
implacables. Pero no el Escudo de Justificación. Una y otra vez
rebotan como lluvia sobre un toldo. Pero, entonces, desaparece. Se
desvanece como la sombra que era antes de que lo reconocieran. Justo
después de que las flechas hubieran fracasado. Lo sigue un aullido
de lobo. El gruñido de un macho alfa llamando a su jauría. Mas
sombras pasan sutiles cerca del suelo. Algunos suspiran aliviados,
otros se quedan temiendo el regreso.
El general ordena la marcha.
Muchas rodillas antes firmes se vuelven temblorosas. Repiten su mito
entre ellos: “Dicen que es inmortal”, “Dicen que tiene un
ejercito de lobos”, “Dicen que mata el mismo numero de enemigos
que bajas en el ejercito que lo convoca”. Esta ultima voz parece
clavarse mas que el resto en el valor de los soldados. Por que se
trata del capitán del escuadrón “Cerberos”, griegos ellos.
Todos del mismo pueblo conquistado mediante tratado por Roma. Se dice
que son descendientes de los mirmidones. Invencibles en combate.
Pero si él le teme a Libra, realmente hay mucho de que preocuparse.
El ejercito marcha
astillando el atardecer y su general está lejos de mostrar la
exultacia de la victoria. Se engaña pensando en la gloria de Roma,
la divinidad del Kaesser, el deber. Pero nada le brindará sosiego
por haber traicionado con vileza a sus aliados bárbaros. Si,
bárbaros. Solo por eso el Kaesser no podía dejar que tomaran parte
en la victoria de Roma. No podían llevarse la gloria, ni una pequeña
parte. Y el, ahora, le había devuelto la gloria al Imperio. Pero
otra voz le gritaba “traidor”. La voz de la verdad quizás.
Llega la luna para poner su
pupila sobre el campamento. Una sombra velluda emerge desde la
arboleda. Debajo de esa piel de lobo la armadura se adivina plateada
a la luz de las estrellas. Su espada es larga como el grito de las
víctimas. Vuelven a gritar, pero esta vez se llenan de terror:
“¡Libra!”. Las loricas no detienen sus estocadas y los gladius
son cortados por la mitad. A su paso son despedidos los despojos de
los que caen en derrota. Y detrás de él vienen los lobos. Arrasan
con quien quiera que haya sobrevivido y se esparcen por el campamento
devorando a los hombres. Los sacan de sus loricas como quien pela un
mejillón. Luego no dejan nada de ellos.
El general pelea. No logra
matar a los lobos pero les da pelea mientras los héroes del Cerberos
mueren tratando de protegerlo. Forman a su alrededor y resisten,
resisten hasta casi la mañana.
Solo quedan el y el jefe de
escuadrón. Este ultimo ha sido víctima de las garras férreas de
las bestias. Pero ya hace un rato que su ataque ha disminuido. Solo
rondan con sus corazas de piedra labrada por que ya se les hace
inminente la muerte de ambos hombres. Una cortina de sangre pinta las
grebas del descendiente de los mirmidones. Su espada, ya no puede
sostenerla. Por eso cae solo. Se desploma al lado de su general. Y
este lo toma en sus brazos. Lo ve morir.
– Se terminó – detrás
de Libra los lobos asienten – ¿que se siente sufrir la deshonra de
la derrota? ¿No te gustaría haber desobedecido al Kaesser?
– Es mi Kaesser. Por él
y por la gloria de Roma soy capaz de sufrir cualquier deshonra.
– Conocí a un rey sabio
que decía: “No cifren su confianza en nobles, ni en el hijo del
hombre terrestre, a quien no pertenece salvación alguna”. Pronto
te vas a dar cuenta.
Se da vuelta y desaparece
entre la bruma una vez mas. El general ensilla inmediatamente y
cabalga. Va a Roma. Pero está agotado de la batalla, la batalla
inútil, que dejó sus dedos pelados porque cada estocada que dió, la
dió como la ultima. Ya casi no soporta el roce de las riendas, pero
sigue. Sigue todo un día hasta una posada. Esta cerca de Roma ahora.
Otro amanecer de camino quizás. Pero la razón se impone. No
sobrevivirá otro día.
Al entrar, el posadero
reconoce la armadura:
– Mi señor, ¿que puedo
hacer por mi señor?
– Agua por favor... y
debo pasar la noche...
– Puede tomar mi propia
cama, señor y si necesita algo mas, cualquier cosa, para un servidor
de Roma será sin cargo.
“Servidor de roma”.
Susurra con desdén el general. Le parece una cruel broma aquella
frase otrora llena de ideales para él. El judío no tiene que
pedirle demasiadas explicaciones esta noche para que le cuente todo
lo que ha sucedido. Solo una simple pregunta como: “¿Ha sido
emboscado, mi señor?” quiebra al pétreo legionario:
– El Kaesser me ordenó acabar con unos aliados. Me lo ordenó por que no quería compartir la gloria de Roma. Estos aliados habían forjado flechas que doblegaban nuestros escudos. Por eso nos aliamos, nos ganamos su confianza y les dimos parte del despojo de la ultima batalla contra los galos, en la que ellos pelearon codo a codo con nosotros. Los hicimos sentirse romanos. Pero ayer cuando estábamos acampando en su población, recogimos las flechas que nos forjaron, y robamos las de ellos. Luego nos posicionamos sobre ellos, al amparo de la noche. Y los matamos con sus propias flechas a todos. Hombres mujeres y niños. Pocos soldados lograron salir al combate y no resistieron la lluvia de flechas. Pero al irnos apareció un guerrero legendario. Uno que llaman Libra. Y asesinó a toda la legión. Solo quedé yo. Comprenderás la ironía de recibir tu hospitalidad, judío, como un servidor de Roma. Soy el deshonor de Roma. Ahora voy a Roma y seguramente el Kaesser me ejecutará. Pero es lo menos que puedo hacer...
No puede evitar dormirse y
soñar con los gritos de los bárbaros, los gritos de sus hombres,
los ojos amarillos. Se despierta al amanecer y sigue su rumbo, no
sin antes pagar la posada. Hacia Roma. Otro día de camino que se
hace eterno por las heridas. Pero ya casi llega. Es de noche. Y llega
a divisar un columna de humo que no se debe a la iluminación ni a
los cristianos ejecutados. Una espesa y colosal nube de humo. Ahora
puede sacar fuerzas del mismísimo Hades al que se dirige y cabalga
mas rápido. Se apresura como una madre que dejó a sus cachorros.
Llega y salta del caballo para ver a su emperador con una antorcha en
la mano. Los pretorianos lo secundan con sendas lumbres. Cayó mal
del caballo y se desespera hacia su Kaesser arrastrándose frenético.
“¡Kaesser, Kaesser!” aúlla. Nerón solo se da vuelta para verlo
con indiferencia. Luego con ojos de demencia le habla: “He hecho de
Roma un fénix, Primo. ¡El emperador que hizo a Roma un fénix!”.
Luego se ríe histérico y depravado. Allá donde la colina se junta
con el humo los ojos amarillos lo saludan: “¿No sabías que quien
me convoca pierde la razón, Primo?”
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